No pocas veces la danza es asociada con lo femenino, al vincularla a la etérea figura de una bailarina, elevada en las puntas de los pies y como flotando entre tules. El papel tan llamativo que el ballet romántico otorgó a la bailarina ha hecho que muchos ignoren que en su sentido más estricto, la danza es así misma la naturaleza humana, sin distinción de sexos y que, por ejemplo, en la Grecia de la Antigüedad, la danza fue utilizada como entrenamiento de los guerreros, hasta el punto que se atribuya al famoso filósofo Sócrates, la frase "el mejor bailarín es también el mejor guerrero". No puede tampoco olvidarse el importante peso del hombre en muchas danzas folclóricas de origen rural o urbano, ni que fueron hombres quienes pulimentaron las danzas preclásicas desde el Renacimiento temprano, haciendo del maestro de danza un favorito de cortes y palacios.
Pero, sin lugar a dudas, fueron "las puntas" el fenómeno que provocó la más grande transformación en el desarrollo de la danza y aunque fue Taglioni la que inmortalizó esta nueva base de la danza femenina, el hecho había venido preparándose desde el siglo anterior, en el que en un afán de elevación, los bailarines subían cada vez más sus "relevés".
Sin embargo, las puntas contribuyeron en la época romántica a la destrucción de la danza masculina. La bailarina tenía necesidad de un apoyo en los largos adagios y el bailarín masculino dejó de ser el compañero de bailes, para convertirse en el soporte de la bailarina. Esto explica que la primera mitad del siglo XIX estuviera plagada de nombres de legendarias bailarinas, que junto a Taglioni, protagonizaron los grandes ballets románticos, pero que entre los hombres.
En la segunda mitad del siglo XIX el ballet en Europa Occidental cae en absoluta decadencia. Entre los eclipsados hombres, sólo Enrico Cecchetti tuvo un lugar destacado, pues en esa área geográfica, únicamente Italia se mantuvo corno centro de la danza. Era tal la orfandad masculina en París, que en el estreno de Coppelia, en 1870, una bailarina tuvo que interpretar el rol de Franz.
La resurrección del ballet hacia finales del siglo XIX tendría lugar en Rusia, donde desde que en el siglo anterior se había fundado la Escuela de Danza del Estado, este arte había ido cobrando importancia y ya a mediados del XIX existían tres escuelas (San Petersburgo, Moscú y Varsovia), en las cuales se prestaba igual atención al desarrollo de bailarinas que de bailarines. Correspondió a Marius Petipa (1818-1910), bailarín, coreógrafo y maestro francés que había sido alumno de Vestris, enriquecer el arte del ballet en Rusia, al exigir a sus solistas la más alta capacidad de ejecución. La Bella Durmiente, El Lago de los Cisnes, Cascanueces y Rayrnonda, son ejemplos notables de la inmensa capacidad coreográfica de Petipa. Y aún cuando la bailarina seguía reinando en los escenarios, el desarrollo de la danza en Rusia en las últimas décadas del siglo XIX preparó el camino para la aparición de nuevos creadores, como Mijail Fokin (1880-1942) cuyos novedosos conceptos darían impulso a nuevos caminos de la coreografía. Pero, sobre todo, favoreció el surgimiento de un nuevo Dios de la Danza, Vaslav Nijinski, verdadera leyenda de la danza masculina.
Nacido en Kiev, en 1889, hijo de bailarines ambulantes, Nijinski comenzó en la Escuela Imperial de San Petersburgo, en 1898, llamando de inmediato la atención, no sólo por su prodigiosa técnica, sino por su especial personalidad. Incorporado a los Ballets Rusos que Sergio Diaguilev presentó en París en ese año, recibió múltiples elogios del público y de la prensa.
Su vida estuvo impregnada de episodios complejos, entre ellos su prematura enfermedad mental, en la que permaneció varios años, hasta su muerte, en abril de 1950. Su carrera de bailarín duró propiamente diez años, pero en ellos conquistó la eternidad. Muchos son los méritos de este artista que lo consagran como una de las más grandes glorias de la danza, pero en el tema que nos ocupa, bastaría recordar que devolvió a la figura del bailarín un lugar preeminente, a tal punto que a veces lograba que la figura de su compañera quedara en segundo plano.
Nijinski trazó en los comienzos del siglo XX el despegue masculino en la danza profesional, que bailarines y coreógrafos de danza moderna, como Ted Shawn, también contribuyeron a consolidar.
En Rusia, mientras tanto, continuaban formándose nuevas generaciones de bailarines de ambos sexos, pero el riguroso trabajo metodológico seguido en ese país favorecía una distinción entre las cualidades de la bailarina y del bailarín, dotando a estos últimos de vigorosidad y fortaleza gimnástica notable, con independencia de la elegancia y delicadeza propias de los estilos clásico y neoclásico, ampliamente desarrollados durante el siglo XX.
Uno de los exponentes masculinos de la Escuela Rusa, Rudolf Nureyev, asombraría al mundo occidental con su arte y serviría de modelo e impulso en la reconquista del protagonismo masculino en la danza, a la que también contribuían José Limón y luego Paul Taylor, Erick Hawkins y Merce Cunnigham en la danza moderna. Desde la segunda mitad del siglo XX, junto a los nombres rutilantes de memorables bailarinas, las estrellas masculinas han ido marcando, cada vez con mayor intensidad, que en la danza profesional no es exclusivamente lo femenino y frágil lo referencial sino que, muy por el contrario, lo masculino, lo vital han adquirido enorme supremacía.
Por último, dejar con una gran frase: "Se ha alcanzado un punto de maravillosa equidad, ahora que el bailarín es el varón en escena. No es solo técnica o virtuosismo, de saltar más alto que nadie. Es la capacidad para utilizar todas las posibilidades de fuerza, suavidad, agresión, sumisión, de impulsos amorosos, de tormento. De ser un pavo real. Es perfectamente correcto que un hombre baile".
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